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La legislación del Bachillerato en España (1845 – 1936)

Todos los Gobiernos de los siglos XIX y XX —y también los del XXI—han repetido una y otra vez que la instrucción es la principal fuente de riqueza de toda sociedad. Infinidad de normas, discursos parlamentarios, proyectos de ley,..., están poblados de esta idea. Sin embargo, los presupuestos dedicados a educación, la ingente y desordenada normativa aprobada, muchas veces derogada antes de haber podido probar su eficacia o ineficacia, el alto porcentaje de analfabetos sobre la población total, o el número de alumnos matriculados, parecen desmentir esas afirmaciones; o al menos, ponen en duda la eficacia de las medidas con las que los muy numerosos Ejecutivos han perseguido cumplir con su propósito de elevar el nivel cultural de la nación.

 

La ingente y desordenada legislación educativa, nos sitúa ante un país en el que se exacerbaron los problemas que toda Europa estaba sufriendo para definir el sistema educativo del Estado liberal. Así lo reconocía en 1845 el Ministro de la Gobernación, Pedro José Pidal, el entonces competente en materia educativa, quien describía la situación de la enseñanza en España con las siguientes palabras: «Careciendo [la instrucción pública] de un sistema uniforme y bien ordenado; regida en general por disposiciones interinas, [...]; y por último, introducido el desorden en la administración económica, no habría persona alguna en España que no clamase por su pronto y eficaz remedio.» [Plan General de Estudios de 17 de septiembre de 1845]. Transcurrido más de medio siglo, el Conde de Romanones no era más optimista, y se refería a una legislación en la que «los decretos a cientos luchan con las Reales órdenes a millares; […], y donde no se encuentra guía ni orientación para nada sólido y durable» [Real Decreto de 12 de abril de 1901 implantando nuevas reformas en la enseñanza oficial].

Los tres grandes problemas —en parte específicos y en parte semejantes a los de los otros dos niveles de enseñanza, interrelacionados, y de muy difícil solución— que enfrentaba la enseñanza secundaria en su fase de construcción eran su naturaleza, la definición de quiénes debían ser sus destinatarios, y su contenido curricular.

Con respecto a su naturaleza, De Puelles recuerda que el problema reside en su carácter intrínsecamente «bifronte»: de un lado, son estudios preparatorios (propedéuticos) de la enseñanza superior, y de otro, los «llamados a ser impartidos a la población con carácter general» [De Puelles Benítez, Manuel (1987)]. La dificultad asociada a este doble carácter reside en que en la búsqueda del equilibrio entre una y otra concepción se debe escoger entre objetivos diferentes y, a veces, incluso opuestos, que marcan si el sistema debe ser cíclico o enciclopédico, con una única rama o varias, el número de cursos que debe tener, el tipo y número de asignaturas a incluir, la edad de ingreso, etcétera.

Muy relacionado con este «bifrontismo» surge el segundo gran problema del bachillerato: determinar a quiénes debe ir dirigido. La divergencia ideológica a este respecto entre liberales (o progresistas) y moderados quedó plasmada en la legislación educativa que se fue aprobando en esos años, y es una de las causas que ayudan a explicar los continuos cambios en los planes de estudio. En general, aunque con excepciones, los moderados defendieron un bachillerato elitista, para las clases llamadas a «dirigir la nación», en el que se hacía más hincapié en su carácter propedéutico, y de tipo humanístico-enciclopédico; y los progresistas en una segunda enseñanza más generalizada, para las «clases productivas», en la que lo más importante era la transmisión de una cultura general necesaria para elevar el nivel de instrucción de la nación, que por ello incluía asignaturas más prácticas e inmediatamente útiles en la vida laboral (o de aplicación) [De Puelles Benítez, Manuel (1987)].

El tercer gran problema del bachillerato es el de su contenido, que, de nuevo, está íntimamente ligado a los dos anteriores. Así, se suceden las reformas de los planes de estudio en las que a veces se establece un único ciclo y otras dos; en las que se opta por incluir un número reducido de asignaturas, que no sobrepasa las quince, o por duplicar este número e incluso sobrepasar las cuarenta; en las que en ocasiones se hace mayor hincapié en los contenidos clásicos y en otras en los más modernos y/o técnicos; o las que defienden una estructura cerrada y obligada de cursos y asignaturas frente a otras en las que se da libertad total al alumno para diseñar su propio avance.

Con la Gaceta de Madrid y el Boletín Oficial del Estado en la mano, sería imposible negar que la segunda enseñanza ha sufrido en España innumerables reformas. Lo que debemos estudiar es si ha sido un caso excepcional. Y la respuesta es que España no ha sido una excepción: «también en la Europa contemporánea se teje y desteje la tela de la educación con incesantes reformas.» [De Puelles Benítez, Manuel (1992): 69]. Emilio Díaz pone el ejemplo de Francia en la que «al menos quince planes se sucedieron unos a otros durante el siglo XIX.» [Díaz de la Guardia, Emilio (1988): 9]. En el caso de España, «en el período comprendido entre 1836 y 1931 se aprobaron veinticinco planes diferentes, sin contar los innumerables proyectos que no llegaron a ver la luz en la Gaceta, bien por no haber sido agraciados sus autores con la correspondiente cartera ministerial, bien por haber tenido que abandonarla antes de ver cumplidos sus deseos reformistas.» [Díaz de la Guardia, Emilio (1988): 9].

Aunque España no fuera una excepción en cuanto a que la «inestabilidad legislativa» también se sufrió en la mayoría de los países vecinos, lo que sí fue excepcional fue el grado que alcanzó dicha inestabilidad. No se podía esperar otra cosa de un país que entre 1833 y 1939 tuvo un total de 142 presidentes del Gobierno y 202 ministros encargados de la cartera competente en instrucción, de los que más de la tercera parte no estuvieron en su cargo ni siquiera tres meses, y la mitad no pasaron de los seis meses. Con estos continuos cambios en el Ejecutivo no es extraño que la legislación educativa se viera contagiada y sufriese una reforma tras otra. De hecho, durante el siglo XIX y el primer tercio del XX sólo cinco planes de estudio de bachillerato estuvieron vigentes más de cinco años: el Plan Calomarde de 1824 (21 años), el Plan Pidal de 1845 (7), el de Ruiz Zorrilla de 1868 (12), el de De Lasala de 1880 (14 años) y el Plan de Bugallal de 1903 (23 años).

Emilio Díaz añade otra circunstancia para explicar la inestabilidad legislativa a la que estamos aludiendo: el que la secundaria sea un grado de enseñanza «en construcción», que no aparece hasta el siglo XIX, y que, por tanto, se tiene que configurar dentro de una sociedad también «en construcción».

Autoría: Begoña Moreno

 

 



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